infimidades I

salir de trabajar a las 22:30, un viernes.

parar un taxi, y trepar las calles de barcelona bajo el blues de Aretha del año 60.

darme cuenta que se ha pasado la calle dos manzanas más allá de la esquina que huele a fin de jornada laboral, hogar y Gracia.

dejar a Aretha trepar cinco calles más.


ese dia

reímos mucho aquel día que reímos mucho.

cuando tu dijiste eso y yo no caí, pero entonces pasó aquella y en aquel momento lo entendí, por la cosa esa que llevaba, y lo que le hacía en ese punto. y de repente tu lo viste, y te diste cuenta. y me miraste de esa forma, y soltaste esa especie de cosa que haces en situaciones así, y a mi me agarra ese no se qué que qué se yo. y luego se fue pasando, y nos quedamos así como de esa forma que nos quedamos a veces.

reímos mucho aquel día que nos reímos mucho.


intimidad breve: anteses y despueses

siempre hubo un antes y un después. pero nunca se conocieron.

aun siendo coetáneos, conciudadanos y consecuentes, nunca coincidieron en el mismo lugar al mismo tiempo. a veces por tan solo unos pocos segundos. incluso milésimas de segundo. en lo que tarda el cerebro en tomar una decisión aleatória, u olvidarse de tomarla.


brevedeces

el día que desapareció la vocal e, no pudo ser lunes, ni martes, ni miércoles, ni jueves ni viernes. tuvo que ser sábado o domingo. aunque, por otro lado, tampoco pudo ser finde. no fue en enero, está claro. pongamos que fuera marzo.

hacía frío más que fresco. Marcos y María no pudieron quererse. pero uno quiso al otro como nunca.

Carlos no pudo llamar nunca más a Mercedes. aunque nunca dejaron de hablar hasta que no se extinguió la a.

Matías, finalmente, pese a que, sin poder desearlo, soñaba en desvanecerse, no pudo escapar, ni esfumarse, así que huyó. y en su huída se encontró a la e.

 


borlas de polvo, chascarrillos y refritos

el edificio de Rambla Catalunya 86, la casa Francesc Farreras, tiene 113 años de historia, cinco pisos y una borla de polvo que da vueltas en una esquina de la entrada.

entre el segundo y el tercer piso, un peldaño de las escaleras de mármol blanco está quebrado. en 1912, la señorita Guerrero, el ama de llaves del cuarto piso, tropezó, por las prisas, al bajar a darle al doctor el maletín que se había olvidado en la casa. el Vademécum tuvo lo culpa del escalón mellado.

en la puerta del primer piso, la madera alrededor de la cerradura tiene grietas repintadas. la primavera de 1902 el señor Homs estrenó piso y esposa. una mañana volviendo de su paseo habitual, se hallaron en el rellano y con las llaves al otro lado de la puerta. ni el abrecartas del señor Alonso ni su mejor cuchillo consiguieron abrirla.

arriba, en la azotea, en 1981 la señora Gentile pasó la mayor parte de las horas de sol tumbada sobre una hamaca metálica, blanca, con un estampado de verdes, rojos y naranjas. un jueves parcialmente nublado descubrió al vecino del edificio de enfrente espiándole, indiscreto, con los binoculares que su mujer se llevaba cada tarde de sábado al teatro.

hoy, a estas horas, aún hay luz en el ático. se oyen chascarrillos que se mezclan con el olor a refrito que sube desde las terrazas de la Rambla. les queda aún para unas horas más, aunque Lola, la portera, ya haya cerrado. y aunque la borla de polvo dé vueltas ahora bajo un banco, también centenario, de Paseo de Gracia.


1.603m

la distancia que separa mi casa de mi oficina, un viernes por la mañana, después de una cena tardía, son cuatro paradas de bus, siete sorbos a un café para llevar, una vespa roja con el sillin autopsiado, dos porteras fregando la acera, cinco semáforos, un estornudo, cincuenta y tres parpadeos, tres quioscos, ocho mamás rubias, y medio bostezo.

al señor Rodríguez, viudo, le gusta la señora Li, casada. cada mañana espera verla romper la esquina con sus tres hijos hacia la escuela para apresurar a su hija y coincidir tres pasos y medio antes de que lleguen a la puerta. el señor Li sigue en China. en ese hueco de miles de kilómetros la señora Li encuentra el espacio perfecto para desatar la cantidad justa de coquetería y flirteo para seguir sintiéndose mujer.

en el bus, un niño habla a gritos con otros niños. los oigo a través de los auriculares, haciendo los coros de Nina Simone. sus padres se los miran sonrientes, «qué graciosos son, que bien se llevan». el resto de pasajeros, aún en ese estado de trance entre la cama y la oficina, los mataría. especialmente un viernes después de una cena tardía.


blancos rotos, egos y flores

anoche, un bote de pintura de la tienda de la esquina paseo Sant Joan con Indústria se desmayó nada más salir de la tienda. la acera quedó teñida de blanco. «ese blanco que tienen mis padres en el comedor, cariño».

esta mañana, llámemosle Jose, el dependiente, friega las huellas de un moderno y su perro, con nombre de director de cine húngaro, que no se percataron del derramamiento.

la portera de un edificio de oficinas de Rambla Catalunya se mira de reojo el bocadillo envuelto en papel de aluminio sobre su mesa, mientras un repartidor le recita un discurso sobre la crisis, los políticos y su mujer.

dos hombres de negocios, en el rellano de la planta baja, pavonean de sus hazañas y sus riquezas. sus egos resuenan por el hueco de las escaleras hasta el ático.

no hay nadie en la terraza. el piso de enfrente sigue en alquiler y sus flores han decidido dejar de lucir, hasta que alguien las quiera.


jueves por mera coincidencia

a alguien se le cayó un kilo de azúcar, anoche, en la calle Còrsega. la lluvia ha disuelto tan solo parte de él, y lo ha distribuído entre los círculos que dibuja la acera.

el bus escolar va tarde. llega el 20. pecas, calcetines altos, mochilas con ruedas y alguna insolencia se suben en él. no cabemos.

una señora demasiado pintada deja una huella de carmín en la mejilla de su hijo justo antes de que se baje corriendo del bus. más tarde sus compañeros se meterán con él, irá a la profesora y ella, levantada con mal pie, le dirá que se vaya a lavar la cara y que no sea crío.

televisión, radio, periódicos diversos describen con palabras de más de cuatro sílabas lo mal que está el mundo. Beirut me cuenta lo contrario. me creo más a Beirut.

delante de la oficina, en el hotel de la calle Mallorca, un autocar engulle turistas. se los llevarán a Sitges. cuatro sufrirán un empacho, tres terminarán la jornada peleados, dos beberán más de la cuenta y uno se enamorará de una chica de pelo rizado, negro, prieto, que riega las plantas de su huerto con agua y mimo.

hoy es el cumpleaños de alguien a 6000 kilómetros de aquí, y también es jueves. es mera coincidencia.


si las paredes callaran…

Mis paredes hablan, y cuentan historias deliciosas.

Como la de Doña Sofía que vuelve a estar haciendo sofrito para sus verduras. Va a pasar mala noche. Siempre le sucede cuando decide saltarse su dieta restrictiva y le añade un poco de sabor a las judías sin sal, sin aceite, sin nada. Pero lo disfruta tanto… Se demora un cuarto de hora de más rebañando el plato con pan sin sal, sin gluten, sin nada.  Después se encenderá el televisor para que le haga compañía mientras se adormece en el sofá. Y por la noche,  se preparará sopa de sobre, que la aborrece, pero «hija mía, a esas horas no me apetece comer nada, chischás ya la tengo preparada y así luego el doctor no me regaña». Esperará a ver el último telediario, el de las nueve, rezará a su ángel de la guarda, que es Don Pablo, su difunto marido. Y se acostará pensando que si esta noche fuera la que se reencontrara con él tampoco le importaría tanto.

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mudanzas

me he mudado unas latitudes y unas longitudes más allá. pasado el Ecuador, y Greenwich. cruzando el charco a mano izquierda. Buenos Aires, it is.

hago un paréntesis en intimidades minúsculas.

en Con T de Tango  me encontráis a mi, Buenos Aires, y al invierno en Agosto